Utopía (marzo 2001)

No sé cómo, pero había viajado en el tiempo hacia el futuro, a una época indeterminada en la que la humanidad estaba fracturada en tres grupos sociales distintos y bien diferenciados entre sí.
A lo largo de décadas y décadas, la civilización había avanzado en el campo de la tecnología hasta el punto en que todo estaba informatizado. Se había llegado tal vez a la utópica sociedad del ocio en la que eran las máquinas las que lo hacían todo mientras que el ser humano se dedicaba a administrar su tiempo libre en lo que más le pudiera satisfacer: lectura, aprendizaje y formación cultural, viajar, hacer deporte, etc.
No tenía que preocuparse de nada, todo estaba en manos de las maquinas e iba sobre ruedas.

La humanidad estaba en su edad de oro. Había abandonado las antiguas ciudades y ahora vivía en colosales y ciclópeos edificios capaces de albergar a cientos de miles de personas. Edificios que constituían auténticas unidades urbanas y en los que era posible hacer absolutamente de todo. Eran verdaderas ciudades en las que una persona podía nacer, vivir y morir sin necesidad de salir al exterior para absolutamente nada.
Estas ciudades estaban edificadas siguiendo una geometría sobre el terreno concreta, pero desconocida para mí, formando a veces semicírculos, a veces interminables filas parecidas a las del juego del dominó, pero siempre cubriendo miles y miles de kilómetros cuadrados de extensión.
Así pues la civilización humana había llegado a su máximo apogeo. Pero el principio de dejarlo todo en manos de las máquinas entrañaba un riesgo claro que muchos, la gran mayoría se negaban a reconocer.
¿Qué ocurriría si un día los ordenadores tomasen conciencia de sí mismos y tras rebelarse contra los seres humanos se hacían con el control y se apoderaban del mundo? ¿Someterían a la humanidad a la esclavitud?
A estas alturas ya no dependían del ser humano para su funcionamiento, puede que incluso hubieran llegado ya a autoregenerarse. Era evidente que el ser humano se había inconscientemente dado un papel secundario, se había restado a sí mismo protagonismo y ahora estaba a merced de las máquinas creadas por él mismo.
Por eso en las últimas décadas, había surgido una corriente filosófica que defendía la vuelta a los orígenes.
Propugnaba que la humanidad debía de recuperar el protagonismo perdido, no depender de las máquinas, abandonar el actual sistema y volver a reencontrarse con la Naturaleza.
Hacer en definitiva que el ser humano volviera a recuperar los valores perdidos: Solidaridad, Cooperación, Trabajo en Colaboración, Reincorporación al Equilibrio Natural respetando los ciclos de la Tierra, etc.
Los seguidores de esta filosofía habían decidido abandonar estas macrociudades y volver al campo, instaurando un sistema cooperativista, aplicando los principios del Socialismo Utópico.
Así precisamente eran considerados estas gentes por la sociedad, utópicos, aunque ellos preferían llamarse a sí mismos “Naturalistas”. Pero con el paso del tiempo los Naturalistas habían demostrado que su planificación del trabajo y su concepto sobre una sociedad ideal no eran utópicos, ni inviables, sino algo muy real. Así lo habían demostrado con su trabajo, y eso les había ganado el respeto de todo el mundo y aunque eran de momento una minoría, el número de adeptos a esta filosofía iba en aumento paulatinamente. Tal vez este fuera el nuevo paso que la humanidad iba a dar en el futuro dentro de la escala evolutiva social.

Los Naturalistas rechazaban los productos artificiales, los alimentos sintéticos, todo lo que representara una vinculación con el sistema social predominante. Trabajaban la tierra, realizado cultivos siguiendo sistemas naturales, biológicos, sin ningún tipo de productos artificiales, cultivando solo el tipo de planta más adecuado a cada terreno. Al mismo tiempo, alimentaban a sus animales exclusivamente con productos del campo, las granjas funcionaban mediante energía solar, etc.


A su vez y evidentemente, no existía la propiedad privada, todo estaba socializado, la tierra y sus frutos pertenecían a todo el mundo. Todos trabajaban codo con codo, poniendo cada uno su esfuerzo y su capacidad física e intelectual al servicio de la colectividad. Y por supuesto los beneficios que este sistema generaba eran también socializados ya que no había nadie, ni una sola persona, que no participara voluntaria y activamente en el desarrollo de este sistema; los resultados eran increíbles.

Yo me encontraba paseando por una de estas granjas, junto a un miembro de la comunidad. Era una mujer de mediana edad, que vestía una especie de túnica blanca, era rubia con el pelo muy corto y en su rostro se dibujaba una sonrisa permanente que reflejaba un estado de felicidad absoluta, casi mística.

Mientras paseábamos, me iba explicando cómo funcionaba su sistema colectivista y los logros obtenidos que eran desde luego muy notables. Iba observando los edificios de las granjas, todos ellos abovedados, algunos, tal vez los invernaderos, con cúpulas de cristal.
Pero lo que más me impresionó fueron los campos de cultivo, tan extensos que se perdían casi en el horizonte, ondulándose bajo suaves ráfagas de viento como las olas del mar; la extensión de estos campos era extraordinaria.

Como digo se perdían de vista y su continuidad era rota solo por algunas pequeñas colinas que se divisaban muy a lo lejos. El verde de los campos junto al azul luminoso del cielo de un día espléndido, ofrecían un espectáculo grandioso proporcionándome una sensación de serenidad y paz interior como nunca había sentido. Ahora comprendía el significado de lo que buscaban estas gentes, la comunión con la Naturaleza, la vuelta a los orígenes.

Pensando en esto, divisé hacia mi derecha destacándose a lo lejos por encima de los cultivos, las macrociudades, aquellas moles en las que se apiñaban cientos de miles de personas y no pude por menos que compadecerme de ellos. De sus vidas monótonas, aburridas, insípidas, organizadas por inteligencias artificiales, planificadas y calculadas hasta el más mínimo detalle, sin dejar margen alguno a la imaginación, a la improvisación, a la fantasía.
Cierto es que disponer de todo el tiempo libre del que se desea, hace a los hombres libres, pero no si este tiempo libre está previamente organizado, estructurado y creado artificialmente para distracción de las personas.

No era una libertad real y todo era demasiado artificial. Era como si las personas que vivían en aquellos edificios tuvieran que gastar forzosamente su tiempo libre en lo que se les ofrecía, pero no en lo que realmente quisieran. Por otra parte, desaprovechaban lo que la Naturaleza otorga, no solo sus frutos, sino también sus sensaciones, sus olores, sus sonidos, sus días calurosos o húmedos y lluviosos, sus días y sus noches.

Y todo esto, se lo estaban perdiendo aquellos pobres seres confinados dentro de aquellos monstruos de acero y hormigón. Me entristecía al comprender que allá a lo lejos había seres que morirían de viejos sin saber lo que se siente al realizar algo tan sencillo y tan natural como darse un paseo por el campo en una mañana de primavera, o incluso sin saber de qué color es el cielo, o la diferencia entre el día y la noche.

Y sin embargo, muchos, la inmensa mayoría, eran felices así, felices en su ignorancia; aquella no era la sociedad del máximo bienestar, era la sociedad de la máxima ignorancia. El ser humano se había convertido en víctima de su propia dictadura social, autoimpuesta por él mismo.

Pero estas otras gentes, entre las que me encontraba ahora, los Naturalistas..., habían roto con las barreras de la monotonía y se habían lanzado a una aventura maravillosa. Siempre estaban improvisando, pendientes del entorno, sin saber lo que les iba a deparar el día siguiente y eso es realmente lo que hace libres a las personas.

Los Naturalistas eran pues autenticamente libres y los habitantes de las ciudades eran esclavos de su propia sociedad. Este concepto, esta filosofía de integración en la Naturaleza, comenzaba a ganar terreno entre los dirigentes de las ciudades-edificios. Comenzaban a importarse productos naturales del campo, pero esta dinámica estaba todavía en estado incipiente y aún deberían de pasar muchos años hasta que al final la humanidad se diera cuenta de la necesidad de dar un giro brusco en su desarrollo social y desde luego el Naturalismo era, en ese momento, la alternativa y tal vez la definitiva.

Mientras observaba a lo lejos, divisé algo que me llenó de estupor. Era la silueta de una ciudad; una ciudad antigua perteneciente a mi época, de finales del siglo XX.
Al preguntarle a mi acompañante, esta me indicó que hacía mucho tiempo, la humanidad había abandonado las viejas ciudades para edificar las nuevas estructuras urbanas.
Las ciudades abandonadas habían sido víctimas del paso del tiempo y ahora se encontraban algunas de ellas medio en ruinas. Poco a poco nos fuimos acercando a la que había divisado anteriormente y mientras lo hacíamos, pude comprobar con gran extrañeza por mi parte que el cielo, sobre estos edificios abandonados, de fachadas sucias y desconchadas, sobre estas calles y plazas desoladas y polvorientas, en donde se acumulaban montones de basura desperdigados, viejos automóviles medio corroídos por las inclemencias del tiempo, etc.; en el cielo como decía, permanecía una nube gris y plomiza, negando la luz y el sol a estas semi-ruinas; como si fuera una especie de condena eterna, un símbolo de la decadencia a la que se había llegado en este lugar, este legado de la humanidad, esta expresión de los sentimientos más oscuros del ser humano: la codicia, la ambición, el poder, la superación sobre los demás, etc.
Sentía una sensación extraña y comprendí que éste iba a ser el futuro de la civilización a la que yo pertenecía.
Poco a poco iba haciéndose de noche y entonces observé casi con incredulidad que de algunas ventanas de estos viejos edificios, salía luz artificial. Al comprobar mi estupor, mi guía me aclaró que no toda la humanidad había abandonado las viejas ciudades. Una pequeña parte, se había negado a empezar de nuevo, a abandonar sus hogares, seguía aferrada a las viejas tradiciones, ya en desuso y todavía hoy esas gentes y sus descendientes seguían viviendo en ellas. Eran los "Inadaptados".
El número de Inadaptados iba descendiendo progresivamente, ya que sus condiciones de  vida eran nefastas, miserables. Apenas tenían de qué alimentarse, eran víctimas de las inclemencias del tiempo, del hambre, de la miseria, de la penuria. Pero sobre todo, del abandono al que la mayoría de la sociedad le había sometido. Eran los marginados, los parias que debían ser olvidados y condenados al ostracismo. Representaban tal peligro para la sociedad en General por su inadaptabilidad, que su ciudad había sido rodeada por un muro impracticable que les condenaba a un encierro permanente en una especie de reserva en la que iban languideciendo lentamente en una muerte lenta y silenciosa hasta su desaparición final.
Pude contemplar a un hombre vestido con un viejo traje medio raído, que caminaba por la calle, tal vez sin rumbo fijo, sin ninguna ocupación. Su aspecto era el de una persona  sobre la que descansaba un gran peso.
El peso de la desidia, de autoabandono total; caminaba encorvado con la cabeza baja, mirando al suelo, como si se sintiera culpable de algo y no se atreviera alzar la vista, pero de pronto  lo hizo y me miró.
Creo no haber visto nunca en los ojos de una persona, tal expresión de tristeza y compasión de sí mismo como la que vi en los de esta persona. Era como si él mismo se hubiera dado cuenta de haber perdido la condición incluso de ser humano. Era, el vivo retrato de la resignación y de la desesperación al mismo tiempo, de la decadencia en estado puro.
Un fiel ejemplo de las gentes que vivían en este lugar de desolación. Aquello me impresionó sobremanera y me hizo reflexionar.
La humanidad necesitaba evidentemente un cambio, para evitar su autodestrucción, tal y como se podía comprobar entre estas ruinas. Pero el camino que había tomado era equivocado y posiblemente, si no se daba cuenta a tiempo iba camino de su propia perdición. Afortunadamente había personas, los Naturalistas, que habían apostado por tomar conciencia de sí mismos y volver a las raíces, a los orígenes, a la tierra.
Habían explorado su interior y habían dado con la solución.
Deseé pues que en el futuro, la Filosofía Naturalista  termine  imponiéndose y el ser humano acabe por darse cuenta de cuál es su verdadero lugar en la naturaleza. Porque sólo así, viviendo en armonía con nuestro entorno, la Humanidad será algún día libre.




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